martes, 19 de abril de 2011

El niño que merendaba jamón

Entre los mitos del barrio estaba aquel niño de la calle Sacramento. Se decía que, además de no salir a jugar a la  calle, merendaba jamón.
El jamón como merienda era algo lejano, casi mítico, para los demás chicos. El barrio, según mi percepción, iba desde la plazuela de San Javier hasta La Cruz Verde y desde la calle de Segovia hasta la del Sacramento. Las callejas que quedaban entre estas fronteras, en realidad dos la del Conde y la del Rollo, eran todo mi universo conocido. Más allá se extendía un mundo inalcanzable si no era acompañado por mis padres.
En este reducido mundo jugábamos y peleábamos distintas especies de chicos que no sé en que categorías hubiera clasificado Linneo. Nosotros sí teníamos claro cómo clasificarnos. Además de por la valentía en combate lo que establecía una jerarquía clara, estaba la cuestión de la merienda.
La clasificación empezaba por el niño mítico de la calle Sacramento, el que merendaba jamón. La verdad es que nunca lo conocí, y aunque mi hermano aseguraba que existía, no tengo seguridad plena de que su realidad no fuera producto de la imaginación. Después estábamos los que, como mi hermano y yo, merendábamos pan con algo. A mi lo que más me gustaba era el pan con chocolate, aquel chocolate Nogueroles que al morderlo hacía rechinar los dientes, aunque podía ser pan con aceite o con membrillo. En la siguiente categoría natural se encontraban los que o merendaban pan solo o, directamente, no merendaban nada. Mis amigos, el "Jaimen" y el Julito, se encontraban en este escalón trópico. Bien es verdad que a la hora de la merienda se dejaban caer cerca de mi madre por si había suerte y se compartía con ellos algo de la merienda, lo cual ocurría con frecuencia. Y en el último escalón estaban los que no sabían qué era la merienda y sobre los que teníamos serias dudas de que comiesen alguna vez, el Toño y el Luisito.
En cualquiera de los escalones de la pirámide fagocitadora había un denominador común. Todos estábamos delgados. Los chicos gordos no existían. Aunque puede que el chico mítico de la calle Sacramento sí estuviese gordo. No lo sé porque nunca comprobé su existencia.
Queda muy lejano aquel mundo. Ahora veo niños que rezuman grasas saturadas y sin saturar. Hartos de lácteos y de chuches y con una nada despreciable facilidad para hacerse esguinces. Chicos que no aprecian la merienda porque están hartos de tanto dulce y que  hacen ascos al bocadillo de jamón.
El niño de la calle Sacramento merendaba jamón... pero no sé si de verdad existió o sólo era producto de algún delirio causado por la fiebre.

3 comentarios:

  1. Me has hecho recordar mi niñez, que tiempos aquellos, parece que han pasado siglos. Jugábamos en la calle sin problemas con el bocata de tortilla que para mi ya era la cena. Y si, eramos todos flacos, entre lo que corríamos y lo poco que comíamos, jajaj como íbamos a estar gordos. Son muchos recuerdos, es bueno explicar a nuestros hijos y nietos todas estas cosas, y si un 10 % cae en buen saco ya podemos estar contentos. Me gusta mucho tu blog. Un abrazo. Isabel

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  2. Para mi el jamón era algo mítico, como el manjar mas absoluto. Cuando estudiaba doctrina católica para hacer la primera comunión -si, la hice- y me dijeron que los tres peligros del alma eran: el mundo, el demonio y la carne, me quedé perplejo. El demonio estaba claro. El mundo, bueno, si, podía ser peligroso. Pero, ¿La carne? El cura me pegó un bofetón cuando le pregunté si el jamón también era carne. Claro, el obsesionado con el sexo, no podía entender que yo, un niño de siete años, entendiese por carne, carne, sin mas.

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  3. Aunque firmes como anónimo te he pillado. Sé quién eres. Y si hay que elegir entre la salvación eterna y el pata negra, la decisión es evidente. Primero el jamón y luego ya veremos. Y creo que algunos curas sufrían mucho al descubrir que los niños no teníamos sus mismas perversiones.

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