jueves, 30 de junio de 2011

Despedida

Hoy se ha producido la despedida de profesores.Por fin llegan las vacaciones de verano. Unos se despiden hasta septiembre como si septiembre estuviese lejano, más allá del sol. Otros se despiden con mayor incertidumbre pues no saben si el próximo curso podrán volver al mismo centro. Alguno se despide, más o menos, para siempre ya que le han dado otro destino.
Yo me despido de ellos con emoción pero sin dejar que se me suba demasiado. Son muchas las despedidas que llevo en el historial. No puedo hacer un recuento de cuántas personas he conocido en esta profesión. Pero siempre hay algunas que se te quedan grabadas en la tarjeta de la memoria vital.
Mañana cuando el colegio esté vacío de profesores, ya lo está de alumnos, parecerá un cascarón vacío y sin sentido. Yo lo veré porque por extrañas razones seguiré trabajando.
Por cierto, Ildefonso Lendínez se marcha de viaje a Italia con Paula para ver si encuentran a Lilí. No se pierdan la impresionante aventura que les espera.

martes, 28 de junio de 2011

Más sobre el misterio

Hemos visto que Ildefonso, Manolo y la estupenda Paula han entrado al sótano de la mercería. En ella descubren una extraña máquina que se parece a una rotativa de periódicos. Además, encuentran un disfraz de cliente de mercería y el teléfono aplastado de Lilí.
Escapan por poco y, gracias a la pista que ha dejado Lilí llegan al piso donde creen que está secuestrada. Sin embargo, a quien encuentran es al abogado. El peligro de los merceros y sus secuaces es evidente, pero no se han dejado ver.
No se pierdan los próximos capítulos de La conspiración de las mercerías, a la derecha de su pantalla.

sábado, 25 de junio de 2011

Pues ya lo ven

Pues ya lo ven. Lo que iba a ser una historieta de cuatro o cinco artículos, me refiero a La conspiración de las mercerías, se está convirtiendo en una historia bastante larga. No creo que vaya a llegar a la categoría de una novela, aunque puede, pero de momento empieza a ser un cuento largo.
El problema de las historias, el problema o lo bonito, está cuando los personajes comienzan a tomar vida propia. Llega un momento en que se desenvuelven solos sin que el autor tenga mucho control sobre ellos. Realmente sucede así. Uno se pone a escribir con una idea preconcebida, pero, a medida que se van desarrollando los acontecimientos, se descubre que lo escrito no tiene nada que ver con lo que se había pensado. Las mismas sorpresas que se puede llevar el lector se las ha llevado antes el autor. Y ahora me está sucediendo lo dicho. Ildefonso Lendínez va cobrando peso, un peso un tanto etéreo porque no es exactamente un héroe de novela. Sin embargo, Manolo ha entrado en la historia arrollándolo todo. Y Paula... que vamos a decir de Paula que era una niñita zampahelados y de repente se nos presenta como una señora estupenda que empieza a tener medio enamorados a Ildefonso, a Manolo y a mi. Todavía no ha aparecido en escena Lilí porque anda secuestrada por los merceros. Miedo me da cuando se junte con Paula.
Por otro lado, tengo que decir que voy publicando la historia a medida que la escribo. Esto no es frecuente. Más bien una locura. Lo normal es que un escritor trabaje su historia sin que nadie se entere, casi en secreto. Cuando la tiene más o menos formada, la da a leer a gente de confianza. La historia no es lanzada al público hasta que está corregida y bien conformada. En este caso, yo estoy trabajando a la antigua. Como si fuera un serial o una novela por entregas. Victor Hugo escribió de esta manera. Y sobretodo, me acuerdo de las novelas de Guillermo Sautier Casaseca que escuchábamos por la radio. No me voy a medir con ninguno de estos dos, pero les aseguro que es un reto muy divertido.
Espero que La conspiración de las mercerías les interese tanto como me está interesando a mi porque no tengo ni idea de cómo va a continuar.

viernes, 24 de junio de 2011

El último día

Aunque no se lo crean, hoy no es el último día de trabajo para los maestros. Los chicos se han despedido del colegio hasta septiembre. Los maestros nos quedamos hasta el día treinta. Quedan cosas por hacer. Recoger los materiales, guardarlos para el curso que viene. Firmar las actas de notas que el malvado jefe de estudios nos pone delante y alguna cosa más.
Los alumnos se han pasado toda la mañana en el patio divirtiéndose en una fiesta medieval. Se han convertido en caballeros y han tenido que pasar toda una serie de pruebas para poder despertar a la princesa Caprina que estaba dormida por un encantamiento del malvado mago Cabronutus.
Despedidas. Abrazos. Algunas lágrimas. No veía el momento de escaparme a la calle para encender la pipa.
Para los alumnos de sexto ha sido su último día de colegio. Por suerte, la esperanza del largo verano les impide ver la perdida. Se van del colegio y empiezan otra etapa de su vida. Siempre cuesta despedirlos. El trabajo, las broncas, las risas, los premios y los castigos se funden en una única experiencia vital. Hay que reconocerlo, se les quiere y ellos nos quieren aunque no siempre lo manifiesten.
Hoy no hemos dejado tiempo para que las ardillas bajaran al patio a comerse su bocadillo. Tendrán que esperar a que empiece el próximo curso.

jueves, 23 de junio de 2011

Confesiones

No se trata de las confesiones de San Agustín ni de las confidencias de Visconti. Es algo más sencillo. ¿Saben que la mitad de lo que estoy escribiendo en La conspiración de las mercerías es cierto? El protagonista, que aunque en la historia todavía no se ha dicho, se llama Ildefonso Lendínez. Mi abuelo se llamaba Ildefonso. Lendínez es el apellido de un compañero del colegio. Manolo es un amigo real que no sabe nada de cerraduras pero que es un magnífico electricista y un imponente trasegador de cerveza. Algunas frases, como "que diría el gitano", son literalmente suyas.
El protagonista soy yo, por eso escribo la historia en primera persona. En realidad nos parecemos poco. Mi vida real es mucho más ordenada. Pero hay similitudes como que toco el violonchelo y fumo en pipa. También es verdad que siento pánico si tengo que entrar en una mercería. He de admitir que tengo problemas con el Sol sostenido del Preludio y que también estoy ensayando cosas de Mozart y de Shubert. El disfraz de artesano espeso se debe a que tengo cierta aversión a esta raza de "artesanos" que se empeñan en ahorrar el agua de nuestros embalses y que también ahorran energía... trabajando lo menos posible. La camisa negra y los tirantes blancos forman parte del atuendo de un quinteto de cuerda real. El otro día estuvimos tocando ante un público en el que abundaban los "artesanos". Y lo que tocamos fue "Por una caveza", como el pobre violinista que es aplastado por una camioneta de repartos. Ah, lo de escribir caveza, así con uve, es porque de tal manera aparece en las partituras de Gardel, aunque no sé la razón.
El mundo en el que se mueven los personajes es un mundo real a medias. Lo modifico a conveniencia. Está claro que no conozco a nadie que gane dinero a raudales tocando el violonchelo. Pero para eso son las narraciones, para contar lo que a uno le da la gana. No se trata de hacer una novela costumbrista y menos una crónica.
Recuerden que pueden adquirir un ejemplar de "La conspiración de las mercerías" a la salida en el vestíbulo del teatro.

miércoles, 22 de junio de 2011

Apuntes sobre mercerías

Todavía no estoy seguro, pero creo que el héroe de la historia de las mercerías se va a llamar Ildefonso Lendínez. En sus últimas andanza podemos ver cómo, ayudado por su amigo Manolo, entra por fin en la trastienda de la mercería.
Su esposa, Lilí, todavía no ha aparecido. Si cuento la verdad, no tengo ni idea de dónde está. Eso sólo lo saben los que la han secuestrado.
Recuerden que si quieren seguir la historia, la tienen a la derecha de la pantalla en "páginas" y que la pueden adquirir a la salida en el vestíbulo del teatro.
Y no se quejen del calor que, como decía mi padre, es únicamente cuestión de la temperatura.

martes, 21 de junio de 2011

Ardillas pedagógicas

El patio del colegio es grande. Árboles majestuosos ofrecen su sombra que en estos últimos días de curso no viene nada mal. La pista es el único lugar donde los alumnos se torran mientras juegan al fútbol o al fútbol. Suena la sirena. No es el canto de las sirenas de Ulises sino una sirena principios de siglo que deja descolocado al que reciba su voz estando cerca. Entran los alumnos a clase y el patio se queda vacío. Vacío pero con la secuela de bollitos sin terminar, trozos de bocadillo, algunas pipas que se han caído y otros alimentos sobrantes.
Cuando termina el recreo es el momento de los pájaros y las ardillas. Los pájaros vienen del cielo a picotear lo que los alumnos han dejado y las ardillas no se sabe de dónde vienen. Se las ve correr ondeando su cola como si fueran delfines terrestres. Se lo comen todo.
Al terminar el festejo diario aprovechan los árboles para subir hasta la altura de las ventanas. Las clases se alborotan ¡una ardilla! Y en esos momento, con la ardilla enfrente haciendo diabluras, explica si puedes lo que es un complemento indirecto. En ocasiones, son más descaradas y se plantan en el mismo alféizar de la ventana. Ahí, lo más adecuado es que sea la ardilla la que dé clase de Ciencias Naturales y explique a los alumnos cómo es una ardilla.
Antes no había ardillas en la sierra madrileña. Dicen que las que ahora se pasean por los patios de los colegios proceden de El Retiro. Hubo una época en la que se repobló El Retiro con estos graciosos y traviesos animales. Pues, al parecer, partiendo del centro de Madrid se han ido extendiendo hasta llegar al campo. Igual que los humanos.
Las ardillas tienen su gracia pero también pueden ser conflictivas. Corren por los cables de la luz. No los de alta tensión sino esos negros que van trenzados. A veces se suben a los postes de teléfono y mordisquean la cubierta de plástico de los cables y nos quedamos sin línea. Eso me contó uno de telefónica. Lo mismo es verdad o lo mismo era una excusa para explicar por qué llevaba dos meses sin teléfono.

lunes, 20 de junio de 2011

Hoy no tengo ideas

Con el asunto del Misterio de las mercerías tengo toda la mente ocupada en productos de lencería y secuestradores. Les recuerdo que pueden seguir las andanzas de nuestro aprendiz de detective en la página que hay a la derecha y que a la salida pueden adquirir la novela en el vestíbulo, que dirían Les Luthiers.
Aparte de esto, no se me ocurre nada. Puede que tenga gracia lo de Amaral que le dice a Rubalcaba que no use sus letras para hacerse en gracioso. También podría hablar sobre el calor que hace o lo de Extremadura. El caso es que estamos a final de trimestre y de curso, combinación explosiva, y los alumnos están cansados y los maestros también. Las notas ya están puestas. Padres contentos si sus hijos aprueban. Padres enfadados con los maestros que han suspendido a sus hijos. Lo de siempre. Todo normal.
Si no se me ocurre otra cosa, mañana hablaré de las ardillas pedagógicas.

domingo, 19 de junio de 2011

Para los que tienen el mal vicio de leer

Verán ustedes que he abierto una página. Está a la derecha de la pantalla. En ella irá apareciendo el desarrollo de la compleja historia del misterio de las mercerías. Entiendo que resulta bastante incómodo ir leyendo marcha atrás los distintos artículos. Por eso tienen la página, para poder leer la historia todo seguido.
Puede que termine la historia y puede que no. Todo depende de mi capacidad para relatar los hechos que van aconteciendo y, sobre todo, depende de si soy capaz de sobrevivir a la conspiración que se esconde tras las cajas de lencería fina.
Los días que no escriba nada nuevo será porque estoy tocando el violonchelo en cualquier calle adecuada. En el caso de que me vean les ruego que no me echen calderilla, que luego pesa muchísimo. Los billetes son más adecuados. También se admiten tarjetas de crédito y piruletas.
Pero, por favor, recuerden: En vez de estar leyendo, cosa que no le va a reportar nada bueno, podría estar viendo cualquier programa de cotilleo en la televisión.

El misterio de las mercerías. Sexta parte

No puedo buscar a Lilí por todo Madrid. Una corazonada me lleva a que la clave de todo está en la primera mercería. Tengo que vigilarlos sin que ellos me vigilen. Esto es difícil porque ya me tienen visto, por eso ha raptado a mi mujer o mi exmujer o lo que sea en estos momentos. El disfraz de artesano espeso ya no me vale. Está mugriento por la lluvia, por la mierda que tenía de origen y porque lo he metido en una bolsa de basura y ahora se debe de estar pudriendo. De cualquier forma no soporto las rastas ni tanta porquería. Pienso en otro disfraz pero no se me ocurre nada. Mientras miro en la tele cómo se mete el caramelo en los bombones rellenos, mi vista se fija en el violonchelo que descansa en un rincón de la salita. Lo tengo abandonado desde que no me sale el preludio de la suite número uno de Bach. Tendría que practicar más. Entonces se me enciende una luz en el cerebro. Voy a matar varios pájaros de un tiro.
Como últimamente ando mal de fondos, necesito ingresar algo de dinero. Todo se debe a un asunto de retención de empleo y sueldo en mi trabajo por un problema que no viene al caso. La realidad es que últimamente no cobro. Además tengo que practicar la suite de Bach. Por último, es necesario que vigile la mercería. La conclusión es clara. Me voy a disfrazar de músico. Busco la camisa negra y los tirantes blancos. Encuentro el sombrero. Dejo que me crezca la barba. Me miro al espejo pero la barba apenas ha crecido. Decido que la barba puede ir creciendo mientras hago otras cosas.
Cuando estoy preparado para salir a la calle empieza, de nuevo a llover. El plan debe aplazarse. No puedo sacar el chelo a la calle si está lloviendo. Mientras espero a que deje de llover, compruebo que tengo unas monedas sueltas y dejo que la barba siga creciendo.
Por fin se ha despejado el cielo. Paso por un bazar chino y compro una silla plegable que dejo a deber. Me dirijo a la calle de la mercería. Enfrente, junto a la puerta del bar, hay una pared estupenda. Saco el atril, el chelo y la partitura. Me siento en la silla plegable, echo las monedas que traía preparadas en la caja del chelo y empiezo a tocar. Pasa bastante gente pero no me echan ni un céntimo. No hay misericordia en este mundo. De repente, sospecho que no doy pena porque voy muy limpito. Tengo que hacer algo que ablande los corazones. Ya lo sé. Saco la pipa y la enciendo. A partir de este momento, la gente me mira con cara de pena. Rápidamente, para no contagiarse por el humo, dejan caer unas monedas en el estuche. Al poco rato el estuche se llena de monedas y entro al bar a cambiar. Sigo tocando y sigo observando, mientras el estuche se llena de nuevo. En la mercería no entra ni un cliente.
El del bar dice que no me cambia más, que ya no le queda. Total, no pueden ser más de dos mil euros lo que me ha cambiado. Le pido una bolsa de plástico y voy echando en ella las mondas sobrantes. Hay un sol sostenido que no termina de salirme bien. Miro al estuche repleto de monedas. Entre ellas, alguien ha echado una piruleta de fresa. Levanto algo la vista y veo dos rodillas y por encima una falda a cuadros escoceses. Sigo mirando hacia arriba  y las rodillas y la falda se completan con la chiquilla que había descubierto la disposición de las cajas.
- ¿Qué haces aquí? – me pregunta ella.
- Entre otras cosas, me dejo crecer la barba. – Contesto. Y ella se ríe.

sábado, 18 de junio de 2011

La conspiración de las mercerías. Quinta parte

He buscado la carta del abogado de las narices. Por fin, la he encontrado arrugada entre las rastas del disfraz de artesano. Viene la dirección que es lo que me interesa. Cuando me planto en su despacho, el tío adopta una actitud irónica y despectiva hacia mí. Empieza a explicarme, como si fuera tonto, en que consiste un divorcio. Le corto en seco.
- Te puedes acostar con todos tus libros de leyes si te da la gana. Lo único que me interesa es saber dónde está mi mujer – He puesto voz de detective para intimidarlo.
En un primer momento se queda sorprendido. Está claro que el tío no tiene ni idea de dónde ha ido a parar mi próxima ex-esposa. Luego vuelve a su perorata de leyes y procesos. También incluye una serie de amenazas intentando que yo me amilane. Cuando parece que va a entrar en éxtasis mezclando artículos legales con frases insultantes, decido noquearlo. Sin aviso previo por mi parte saco la pipa y la enciendo. Se queda pálido, desarmado, desvalido. Una cursi tosecita le impide decir nada. Me marcho dejando atrás, entre una nube de magnífico humo de Virginia,  los gritos de ¡seguridad, policía, anatema…! Bajo las escaleras observado por los vecinos que se han asomado a las puerta y por el portero que no duda en dirigirse al teléfono.
No sé qué hacer ni dónde empezar a buscar. Estoy seguro de que todo está relacionado con las mercerías. Algo me dice que los conspiradores han raptado a Lilí, mi mujer. Tengo que liberarla. Pero todavía no he recibido una carta ni una llamada de teléfono. Quizá deba recurrir a la policía. El problema puede ser que los merceros tengan infiltrados agentes dentro de las fuerzas del orden. Decido esperar. No creo que me tomen en serio por la desaparición de una persona adulta y, máxime, cuando hay un proceso de divorcio por medio.
Saco el móvil para ver si hay algún mensaje. El móvil está sin pilas. Vete a saber desde cuándo. Vuelvo a casa con intención de recargar el teléfono. En el portal me fijo en que el buzón está lleno. Las cartas y la propaganda se salen por arriba como si el buzón quisiera vomitar. Saco todos los papeles y tras recogerlos las dos veces que se me han caído al suelo subo al primer piso por la escalera. Abro la puerta y reviso todo el correo. A medida que miro los recibos, los avisos de multa, la propaganda electoral, voy tirando al suelo todo lo que no me interesa. Por último, sólo me queda una carta del tío Aurelio. La abro por puro cariño. Pero aparte de, como siempre, pedir dinero, no dice nada nuevo. Echo la carta al suelo por no separarla de las demás y me fijo en un catálogo de Carrefour que antes había descartado. En una esquina, escrita a mano, hay una nota que me llama poderosamente la atención: Dejanos en paz.
Me indigno. Me quedo sobrecogido. No lo puedo soportar. Han escrito “déjanos” sin tilde.  Los merceros, o quien séan, no se molestan en poner tildes. ¿En qué mundo oscuro me he metido? Además, y ahora no hay duda, han raptado a Lilí.
Cargo el teléfono mientras veo varios reportajes interesantísimos en el canal Historia. Luego me paso al Discóvery y mientras contemplo cómo se fabrican los tenedores me acuerdo del teléfono. Lo cojo y miro los mensajes. Tengo veinte sin abrir. Todos son tonterías excepto el último que es de Lilí. Sólo pone “Scrro”. Anda que también, ya podía escribir como Dios manda. No hay manera.

La conspiración de las mercerías. Cuarta parte

La chiquilla desapareció igual que había aparecido. De repente. Dejándome, eso sí, la cuenta de cuatro cocacolas que no sé cuando se había trasegado. Me marché del bar pensando en padres desaparecidos y en sujetadores de tira invisible. No dejaba de darle vueltas al asunto de la disposición de las cajas y a quién iba dirigido ese código secreto.
He decidido dar un giro a la investigación. Observar mercerías siguiendo un mapa en espiral sólo me conduce al centro de Madrid. Y en el centro está Pontejos. Pero Pontejos no puede estar dentro de la conspiración ya que este sí es un negocio de verdad. Ahí se dedican a vender de todo y venden sin parar. No pueden tener tiempo para conspiraciones ni para raptar padres. Descartado el estudio en espiral he decidido volver a la primera mercería por dos razones. La primera, porque allí empezó todo. La segunda, porque me pilla más cerca.
Mientras hojeo con descuido la carta del abogado de mi mujer que habla de no sé qué divorcio y de que he sido sorprendido con una señorita, espero con paciencia a que llegue la hora del cierre de la mercería. El local está casi siempre vacío, quitando una señora que ha entrado un momento y  ha salido indignada por el precio de unos botones, y dos señores que han merodeado por la puerta sin atreverse a entrar, no ha habido más clientes. A las ocho en punto se apagan las luces del interior. Sale el mercero. No lleva puesta la pegatina con sonrisa y casi parece un hombre normal. Echa el cierre. Va cargado con varías cajas planas. Apunto en la libreta: "Las cajas parecen pesar más de lo que se supone que deberían pesar si sólo estuvieran llenas de braguitas y de camisetas". El mercero mira a ambos lados de la calle, luego mira en mi dirección, es decir, al bar de enfrente. Ha sido buena idea disfrazarme de artesano alternativo porque así no puede reconocerme. El disfraz ha sido costoso. Sobre todo porque he tenido que estar varios días sin ducharme. El mercero sale caminando hacia la derecha. Le sigo a una distancia prudencial. Empieza a llover. Las rastas de mi peluca alternativa comienzan a empaparse lo que hace que me pese un montón la cabeza. El hombre llega a un cruce de calles y se detiene. Espero que no coja un coche porque el mío está casi sin gasolina y no podré seguirlo. A lo pocos minutos se oye el rugido de un ciclomotor. Se trata de un mensajero. El mercero le da las cajas al chico que hay dentro del casco. Veo como se aleja el ciclomotor y cuando intento fijarme en el mercero descubro que ha desaparecido. La peluca me aplasta las cervicales con una tensión creciente. La lluvia recorre mi piel arrastrando a chorretones la suciedad que tanto me ha costado acumular. Vuelvo a casa pensando en un disfraz menos complicado y más limpio.
La casa está vacía. Mi mujer ha desaparecido. Intento tranquilizarme pensando en que todo se debe a ese maldito abogado y al asunto del divorcio. Pero luego surge en mi cerebro una duda que se va convirtiendo en alarma. ¿Habrán raptado los merceros a mi mujer? Un calambre me recorre el cuerpo cuando sobre la televisión veo, como único adorno, una cremallera negra de quince centímetros.

NOTA.- Debido a la complejidad del misterio de las mercerías, es posible que lo convierta en un relato largo o incluso en una novela. En el caso de que esta historia se convierta en una novela ya veré la forma de que ustedes lo puedan leer a través de la red. Lo que está claro es que por el peligro de las revelaciones que aquí se dan, ninguna editorial va a ser capaz de publicarla.

jueves, 16 de junio de 2011

La conspiración de las mercerías. Tercera parte

Llevo estudiadas treinta y siete mercerías. En todas se repite el mismo patrón. Mercero con sonrisa estandar, señora mayor, bajita, con gafas sucias, el pelo varía de unas a otras yendo desde un morado profundo a un rosa pálido, cajas planas con braguitas y otros productos con aspecto manoseado, campanilla en la puerta, trastienda imposible de fisgar. Aparte de esto no he descubierto absolutamente nada.
Mientras estoy escribiendo esto en la mesa de un bar de enfrente, noto un aliento sobre mi hombro. Me quedo paralizado de terror. No me atrevo a volver la cabeza porque espero la sonrisa congelada del mercero o, lo que es peor, las gafas sucias de la vieja.
- Está bien, pero no has apuntado la disposición de las cajas -Es una voz muy joven la que ha pronunciado estas palabras. Me vuelvo y detrás de mi hay una chiquilla de unos doce años, uniforme de colegio que mordisquea un lapicero Junior.
- ¿Las cajas? -pregunto tontamente, cuando en realidad lo que quiero preguntar es ¿y a ti que te importa? ¿Pero tú quién eres? ¿Que narices pintas investigando las mercerías? ¿Por qué no estás en el colegio? ¿Quién diseñó el uniforme que llevas porque manda narices...? Pero me limito a eso, a decir ¿las cajas?
Ella, con un desparpajo que me parece inadecuado, se sienta enfrente de mi y pide una cocacola, diciendo de paso ¿me invitas no?, y luego empieza a hacer su exposición como si estuviera diciendo de memoria la lección.
- Cada mercería tiene el mismo patrón de colocación de cajas. Dependiendo del día de la semana algunas cajas varían de sitio. Tras la visita de la vieja del pelo de colores, el mercero hace una nueva ordenación de las cajas clave y después, si no hay un cliente molesto como tú, se mete en la trastienda. Pero lo que hace ahí no he podido averiguarlo todavía.
- Pero, ¿me has estado siguiendo? -pregunto más asustado que interesado.
- A ti, no, qué va. Sólo te he visto hoy. Me has llamado la atención porque eres el único hombre que ha entrado en la mercería sin dudar. Luego te has puesto a escribir aquí que no es un sitio demasiado discreto.
- ¿Por qué investigas las mercerías? -digo, mientras echo una mirada a los clientes del bar. No quiero que me tomen por un corruptor de menores. Pero debemos dar todo el aspecto de un padre divorciado que pasa unas horas con su hija.
- ¿Por qué investigo? -dice ella, y después de dar dos mordiscos al lapicero junior y de ventilarse la cocacola, sigue - Por necesidad, pero no te lo voy a contar. Eres muy raro y no me fío de ti.
Por lo que se ve, yo soy el raro. Pues anda que ella... lo que está claro es que la puñetera cría se ha dado cuenta de algo en lo que yo no había caído. El cambio de la disposición de las cajas puede ser un dato muy interesante. Incluso, puede tratarse de un lenguaje en clave. ¿Pero un lenguaje para quién? ¿Hay toda una red de personajes que se comunican a través de las cajas de lencería? Mientras pienso todo esto he permanecido callado mordisqueando la pipa, esta vez apagada, mientras la chica mordisquea su lapicero, apagado también.
- Me voy a a fiar -dice de repente-. Investigo las mercerías porque mi padre desapareció en una de ellas.

lunes, 13 de junio de 2011

La conspiración de las mercerías. Segunda parte

He estado buscando en internet diferentes mercerías. Ciento noventa y cinco resultados. Son demasiados. Cojo un mapa e intento hacer un muestreo en diferentes barrios. Esto me va a llevar tiempo. Teniendo en cuenta cómo está el tráfico y, sobre todo, el aparcamiento, calculo que puedo investigar dos mercerías por día. Una por la mañana y otra por la tarde. El tiempo de espera en cada mercería viene a ser de tres horas.
Mi idea es hacer una espiral por la comunidad de Madrid para terminar convergiendo en el centro. Allí parece ubicarse la mercería más importante. Empiezo por un pueblo relativamente cercano.
La mercería elegida parece totalmente distinta a la primera. Pero antes de entrar me fijo en ciertos detalles que parecen repetirse. De cualquier manera, no hay que dejarse engañar por los escaparates. Es dentro donde se cuece lo importante.
Cuando voy a cruzar la calle para entrar me fijo en que frente a la puerta hay un señor que no parece decidirse a  sumergirse en el mundo proceloso de las tiras bordadas, hilos, abalorios, fornituras, bolillos, braguitas, lencería en general, lanas y perlés al peso y mil cosas más. El hombre sigue dudando. Vuelve la cabeza hacia la izquierda. El siguiente local es un bufete de abogados. El hombre parece dirigirse ahora al bufete. Se detiene. Vuelve a la mercería. Está a punto de empujar la puerta. Da un paso atrás y, tras proferir una exclamación que no llego a entender, se dirige decididamente al bufete de abogados y entra. Anoto en la libreta: "un hombre de mediana edad ante el dilema de divorcio o cremallera de quince centímetros, tras dudar repetidas veces, se decide por el divorcio. Está claro que este hombre tiene un carácter tranquilo y no quiere complicaciones". Cierro la libreta y sin duda alguna entro en la mercería. Quedamos pocos héroes pienso cuando sobre mi cabeza suena un tilín que me resulta familiar.
Hay una sola cliente. Arqueo la ceja izquierda. Ya me lo esperaba. Se trata de una señora bastante mayor, bajita, con unas gafas que hasta podrían ser del mismo modelo que las de la señora que ya conozco, su pelo no es morado sino azulado. Azulado con unas interesantes irisaciones hacia el magenta. Enfrente está el mercero su sonrisa es idéntica a la del primer mercero. Sus gafas... también son muy modernas. Igual que las otras tienen algo especial. No consigo saber qué.
Tras las dos horas de la consabida espera. Me preguntan qué quiero. Esta vez estoy preparado. Entretengo al mercero pidiendo productos de los que me informado en la red y que ni siquiera sabía que existían. Mientras tanto voy haciendo una evaluación del local, del mercero y sobretodo intento fisgar a través de una cortina qué es lo que hay en la trastienda. Me marcho sin comprar nada. No voy a dejar que soplen quince euros por una cremallera. El mercero me despide con su sonrisa estandar.
Me siento en el bar de enfrente a tomar notas. Lo primero que escribo es: "Siempre hay un bar enfrente". Me he centrado tanto en la escritura que sin darme cuenta he encendido la pipa. Un grito desgarrador ha inundado el bar. Levanto la vista y veo a una madre aterrada intentando cubrir la cara a su bebé con un zapato de tacón como si fuera una mascarilla, en la barra un camarero muy joven se tapa la boca con una servilleta. El dueño del local me echa a la calle, después de pagar, con muy malas formas. Cuando estamos en la acera me dice en voz muy baja: "disculpe usted, pero no me queda más remedio. Ya he perdido dos negocios". Me marcho sin decir nada pero comprendiendo al hombre.
Echo la vista hacia atrás y en el escaparate de la mercería descubro la sonrisa del mercero. Una sonrisa que hace que un escalofrío me recorra la espalda.

sábado, 11 de junio de 2011

La conspiración de las mercerías. Primera parte.

Negra. La cremallera era negra. Si hubiera pensando un poco lo habría sabido pero nunca he estado tan desconcertado. Si mi mujer estaba arreglando una falda de color negro, lo natural es que la cremallera tuviese ese color. He notado que cuando me ha dicho que tenía que volver a la mercería ya se le había pasado el enfado. Ya sólo se trata de un asunto de amor propio. Por eso me vuelve a mandar. Pero en sus ojos he notado el brillo de la reconciliación.
Antes de lanzarme dentro de la mercería, miro a través del cristal del escaparate. Dentro no hay nadie. Ni siquiera está el mercero. La campana vuelve a hacer tilín. Por un momento miro hacia arriba para evaluar el mecanismo delatador. Cuando bajo la vista hacia el interior del local, ¡Dios santo!, la del pelo morado está frente al mercero haciéndole abrir el consabido sinfín de cajas. El mercero fugazmente me mira a través de sus modernas gafas. ¿Qué te creías?, parece decir con su efímera mirada. Atiende, sonriente, a la de las gafas sucias.
Intento recobrarme de la súbita aparición de la vieja y del mercero. Controlo la respiración y hago que la sangre vaya bajando de pulsaciones hasta llegar a un ritmo casi normal. Ahora estoy preparado. Aguanto estoicamente el desparrame de prendas sobre el mostrador. La señora bajita, que no da la sensación de percatarse de mi presencia, está mirando una serie de braguitas de una talla que hace siglos que ella no se ha puesto. Serán para su nieta, pienso... o no. Las braguitas aunque acaban de salir de las aplanadas cajas tienen, a mi entender, un aspecto manoseado como si pidieran a gritos una lavadora.
Se me ha ido el santo al cielo, porque, de repente, la vieja ha desaparecido. Enfrente tengo la mirada del mercero que me pregunta qué quiero. Esta vez no me pilla desprevenido. Le hago sacar un surtido de calcetines de hilo; después, varias decenas de bobinas de hilo también y por último, con aspecto decepcionado por no encontrar lo que quiero, pido, como por casualidad, una cremallera de quince centímetros. De mala gana me pregunta por el color. La pido verde cinabrio. Por un momento noto el desconcierto del mercero. No tiene. Con tono de desánimo le digo que me la dé negra. Que ya me apañaré. Pago. Quince euros por una puñetera cremallera negra. Esto va a euro el centímetro, pienso. Me marcho haciendo sonar la campanilla.
Nada más salir a la calle miro por el cristal. La mercería está vacía. Se me ocurre volver a entrar para ver si aparece de repente la del pelo morado, pero me contengo. Entro en el bar de enfrente y, frente a una jarra de cerveza, empiezo a tomar notas. Aparición súbita de la vieja, gafas modernas, mercería vacía, ¿qué hay en la trastienda?... Un negocio que no es negocio ya que, exceptuando los quince euros que me han soplado, aquí no se vende absolutamente nada. Indudablemente, la mercería es la tapadera de algo, pero ¿de qué? Solo puede tratarse de algún tipo de conspiración. Sigo anotando, un sólo local no es suficiente para mi investigación. Tengo que hacer un estudio de campo más amplio. El camarero pone cara de sorna cuando le pido la quinta jarra. Me la bebo y me marcho.
Si hubiera sido más cauto no habría seguido investigando. Pero el destino de los hombres es el que es y todo condujo a que entrara en un mundo oscuro que me llevó a arriesgar la vida en varias ocasiones y sobre todo la cordura. Nunca hubiera podido imaginar lo que se escondía tras el misterio de las mercerías.

jueves, 9 de junio de 2011

Venganza en la mercería.

Estoy resfriado, cansado, abatido y enfadado con casi todo el mundo. Hoy no tengo ganas de ironías ni voy a utilizar ese sentido del humor del que me vanaglorio. Este artículo intenta ser profundo y basado en datos bien contrastados.
Hace cierto tiempo que mi mujer estaba disgustada conmigo. No sé si se trataba de que había descubierto de que estaba liado con todas las novicias del convento cercano o bien era que me  había pillado en el salón con las botas llenas de barro. Por una cosa o por otra, me la tenía jurada. Como es inteligente no montó un número sino que esperó la situación propicia para vengarse.
Llegó el momento y, fríamente, sin compasión me dijo: "Vete a la mercería y compra una cremallera de quince centímetros". Me quedé sin palabras, pálido, culpable, descompuesto. No tenía capacidad de respuesta. Llovía.
Entré en la mercería. Sobre mi cabeza, una campanita hizo tilín. En el local había una única cliente. Señora mayor, bajita, con gafas anticuadas y sucias, permanente en un escaso pelo y tinte de color... morado. Una sola cliente, esto iba a ser fácil. Al otro lado del mostrador se encontraba el mercero. No era muy bajo, pero lo parecía. Creo que se encorvaba para disimular su estatura real. Aspecto anticuado. Daba la sensación de que acaba de salir de la trastienda de ver el un, dos, tres de Kiko Ledgar. Algo desentonaba en este hombre. En un primer momento no supe lo que era.
La cliente del pendón de Castilla en la cabeza, había pedido algo o había pedido todo. Nunca lo sabré. El mercero sacaba una caja detrás de otra sin inmutarse, con una sonrisa tan permanente que llegué a creer que era una pegatina. La de las gafas sucias extendía las prendas y cuando decía que no, el mercero las doblaba cuidadosamente, sonriente, y las volvía a meter en las aplanadas cajas. Después de dos horas del juego de abrir cajas, mi mujer se estaba vengando más allá de lo humano, la cliente bajita se despidió sin comprar nada. La pegatina del mercero no cambió de expresión. Fue recogiendo y colocando en los estantes todo lo que la vieja le había hecho sacar. Después me miró, sentí que las comisuras de la boca intentaban perder la sonrisa, pero el hombre estaba bien entrenado y pudo controlar el acto reflejo. Me preguntó qué quería. "Una cremallera de quince centímetros". Me miró como si hubiera dicho: "Esto es un atraco". Una cremallera de quince centímetros, repetí. Pero había perdido la convicción. ¿Era una cremallera de quince centímetros o quince cremalleras de un centímetro? Sacó una caja. Ahora su expresión, sin duda, se había hecho más dura. Abrió la caja. Dentro estaban las cremalleras de quince centímetros. Pero de diferentes colores. Yo no sabía nada del color de la cremallera. El mercero al ver mi expresión de duda recuperó la sonrisa. Empezó a mostrarme los diferentes colores. Yo estaba mareado. Incluso me mostró "gamas preciosas" que por desgracia solo llegaban en cremalleras de dieciocho centímetros.
Una idea iluminó mi cabeza que poco a poco iba cayendo en el aturdimiento. Quiero una cremallera de cada color. Los ojos del mercero me taladraron como si me estuvieran llamando blasfemo. Cuando, asustado, dije que lo tenía que consultar con mi mujer y que volvería otro día, la cara del mercero se iluminó. Al fin, el blasfemo se había convertido. Aleluya. La venganza se había cumplido.
Al salir de la mercería y recuperar el aliento bajo la lluvia, supe lo que no cuadraba en el mercero. Llevaba unas gafas demasiado modernas.
Este suceso dio lugar al comienzo de la investigación de la que hablaré más adelante y que sacó a la luz los secretos más profundos de nuestra sociedad.

miércoles, 8 de junio de 2011

Una mala racha

Me dice uno de mis lectores, de mis pocos lectores, que ando últimamente muy tristón. Que casi siempre hablo del pasado, que parece que, para mi, los tiempos pasados siempre fueron mejores. Pues sí y pues no.
Creo que los tiempos pasados no fueron mejores que los actuales, aparte de que antes tenía pelo. El presente siempre es el mejor momento posible porque el el único momento que existe de verdad. Además, me lo paso mejor ahora que cuando tenía diez, quince o veinte años. Lo bueno del momento presente, sobre todo cuando ya llevas unos años por aquí, es que no tienes que aparentar nada. Eres como eres. Ya no tengo que ocultar que no me gusta el pescado ni la playa o que me encantan los toros, los libros y el tabaco.
Lo que sí puede ser es que ande un poco cansado. Pero cansado está todo el mundo a estas alturas si se trabaja en el kiosco de la educación. El final de curso y todo eso. Por otro lado, mi escepticismo aumenta en todos los terrenos, consecuencias del leer. Creo en pocas cosas. Estoy intentando hacer un recuento de las cosas en las que creo y de momento no tengo ninguna, pero más adelante ya daré con ellas. Ya he dado con una. Creo en el absurdo. El absurdo, que insistentemente se manifiesta en nuestras vidas, es maravilloso porque o te suicidas o te dejas llevar por el sentido del humor. Lo segundo resulta mucho más sano que lo primero. El sentido del humor, creo, es lo que fundamentalmente nos hace humanos. Todo lo demás de la utilización de las manos, el cerebro, el lenguaje articulado y otras chorradas, no son más que justificaciones para sentirnos más seguros. Todos los seres humanos tienen lenguaje ergo el lenguaje nos hace humanos. Toma claro. Y todos los toreros tienen montera, luego la montera nos hace toreros.
Unamuno, este tío sí que pensaba, llega a la conclusión de que la incertidumbre es la única salida que tienen los hombres. Estoy de acuerdo. Lo que pasa es que la incertidumbre es consecuencia del absurdo vital y no deja de tener gracia. Seguro que los dioses, los verdaderos, los del Olimpo, es decir los inventados por el hombre, deben de rabiar. "La de desgracias que enviamos a los hombres y todavía les queda tiempo para reírse". Que se fastidien los dioses.
Que no estoy triste. Que sólo se trata de una mala racha... o de que no he sabido expresarme. También puede ser que esté muy preocupado por la conspiración de los merceros, pero esto lo dejo para otra ocasión.

martes, 7 de junio de 2011

Compartiendo un ruter

Pido perdón por no haber escrito nada últimamente. La culpa es mía... a medias.
Todo empezó cuando Movistar nos encasquetó el Imagenio. Resulta que el tal Imagenio es un paquete de canales de televisión que no aportan nada nuevo. Nos dijeron que el importe por tener este servicio no iba a subir. Mentira. La mensualidad, sin llamadas, se nos ponía en cien euros al mes. Con Imagenio iba un sistema de ADSL que llevaba un ruter por duplicado y que funcionaba a través de la red de luz y yo qué sé más.
¿Cien euros por la línea de internet y una tele que nadie veía?
Al mismo tiempo nos llaman los de Orange, se ve que lo huelen, y nos ofrecen internet más tarifa plana por menos de cincuenta euros. Era evidente. El problema surgen cuando Telefónica tiene que acceder a la portabilidad de líneas en aras de la competencia leal. Unas narices. Telefónica no suelta la línea ni a tiros. Después de múltiples llamadas, nos enteramos de que no es posible cambiar de compañía. Sin embargo, ya nos habían retirado el decodificador de Imagenio y los dos ruter y la ADSL.
La situación actual es que tenemos sólo un ruter de estos para ordenadores portátiles que Orange nos envió; que el teléfono funciona unas veces sí y otras no; que no tenemos ADSL. Y que realmente no sabemos qué compañía es con la que estamos funcionando.
Pues todos nos pegamos por el ruter de marras. Y no siempre lo tienen uno disponible. Ahora mismo, ya me lo están pidiendo. Así, de verdad, es muy difícil escribir.
Si alguien tiene mano en Telefónica que me avise... si funciona el teléfono.

jueves, 2 de junio de 2011

Pintar mal

Es muy difícil. Aunque parezca mentira, es muy difícil.
Aunque hace mucho tiempo que no cojo carboncillos ni pinceles, no puedo desechar los años de disciplina pintando, dibujando, aprendiendo a mirar. El problema surge cuando tengo que ayudar a mi hijo a realizar un dibujo para la escuela. Intento que el dibujo salga torpe, falto de destreza. Y nada. Aparece el trazo ligero y confiado, la proporción perfecta. Lo miro. Esto no pasa por un dibujo de un chico de doce años. Intento estropearlo un poco... y lo mejoro. Al final se lo doy y le digo que lo coloree con saña. A ver si hay suerte y el dibujo pasa. La lógica dice que o le ponen un diez o, si no hay suerte, le cascan un cero por no haberlo hecho él  solo. De eso nada, seguro que le ponen un seis o algo así.
Cuando estuve trabajando con niños de cuatro años me fascinaban sus dibujos. La línea insegura, la fuerza arrolladora, el resultado era tremendo, maravilloso. Intentaba copiar el dibujo de los niños pero no conseguía acercarme ni de lejos. Se me ocurrió dibujar con la mano izquierda. Al principio fue bien. El trazo se parecía al de los niños. Sin embargo, poco a poco, la izquierda fue cogiendo seguridad como si la derecha le estuviese trasmitiendo la experiencia. Al final, no conseguí más que poder dibujar con la izquierda tan bien, o tan mal para lo que yo pretendía, como con la derecha.
Creo que todo lo que aprendemos condiciona nuestros actos. Cuando queremos actuar en contra de lo aprendido el esfuerzo es enorme, si no insuperable. Puede que el arte moderno esté plagado de intentos de pintar mal, lo que da como resultado esos cultos aburrimientos que son los museos de arte contemporáneo. No me resisto a contar lo que me ocurrió viendo una exposición de arte minimal. Después de recorrer las salas buscando desesperadamente algo que mirar, algo llamó la atención. Una ujier se rascaba una rodilla. Había más arte en el gesto de aquella mujer que en toda la exposición.
Mal las pintan cuando no se sabe pintar mal.