lunes, 13 de junio de 2011

La conspiración de las mercerías. Segunda parte

He estado buscando en internet diferentes mercerías. Ciento noventa y cinco resultados. Son demasiados. Cojo un mapa e intento hacer un muestreo en diferentes barrios. Esto me va a llevar tiempo. Teniendo en cuenta cómo está el tráfico y, sobre todo, el aparcamiento, calculo que puedo investigar dos mercerías por día. Una por la mañana y otra por la tarde. El tiempo de espera en cada mercería viene a ser de tres horas.
Mi idea es hacer una espiral por la comunidad de Madrid para terminar convergiendo en el centro. Allí parece ubicarse la mercería más importante. Empiezo por un pueblo relativamente cercano.
La mercería elegida parece totalmente distinta a la primera. Pero antes de entrar me fijo en ciertos detalles que parecen repetirse. De cualquier manera, no hay que dejarse engañar por los escaparates. Es dentro donde se cuece lo importante.
Cuando voy a cruzar la calle para entrar me fijo en que frente a la puerta hay un señor que no parece decidirse a  sumergirse en el mundo proceloso de las tiras bordadas, hilos, abalorios, fornituras, bolillos, braguitas, lencería en general, lanas y perlés al peso y mil cosas más. El hombre sigue dudando. Vuelve la cabeza hacia la izquierda. El siguiente local es un bufete de abogados. El hombre parece dirigirse ahora al bufete. Se detiene. Vuelve a la mercería. Está a punto de empujar la puerta. Da un paso atrás y, tras proferir una exclamación que no llego a entender, se dirige decididamente al bufete de abogados y entra. Anoto en la libreta: "un hombre de mediana edad ante el dilema de divorcio o cremallera de quince centímetros, tras dudar repetidas veces, se decide por el divorcio. Está claro que este hombre tiene un carácter tranquilo y no quiere complicaciones". Cierro la libreta y sin duda alguna entro en la mercería. Quedamos pocos héroes pienso cuando sobre mi cabeza suena un tilín que me resulta familiar.
Hay una sola cliente. Arqueo la ceja izquierda. Ya me lo esperaba. Se trata de una señora bastante mayor, bajita, con unas gafas que hasta podrían ser del mismo modelo que las de la señora que ya conozco, su pelo no es morado sino azulado. Azulado con unas interesantes irisaciones hacia el magenta. Enfrente está el mercero su sonrisa es idéntica a la del primer mercero. Sus gafas... también son muy modernas. Igual que las otras tienen algo especial. No consigo saber qué.
Tras las dos horas de la consabida espera. Me preguntan qué quiero. Esta vez estoy preparado. Entretengo al mercero pidiendo productos de los que me informado en la red y que ni siquiera sabía que existían. Mientras tanto voy haciendo una evaluación del local, del mercero y sobretodo intento fisgar a través de una cortina qué es lo que hay en la trastienda. Me marcho sin comprar nada. No voy a dejar que soplen quince euros por una cremallera. El mercero me despide con su sonrisa estandar.
Me siento en el bar de enfrente a tomar notas. Lo primero que escribo es: "Siempre hay un bar enfrente". Me he centrado tanto en la escritura que sin darme cuenta he encendido la pipa. Un grito desgarrador ha inundado el bar. Levanto la vista y veo a una madre aterrada intentando cubrir la cara a su bebé con un zapato de tacón como si fuera una mascarilla, en la barra un camarero muy joven se tapa la boca con una servilleta. El dueño del local me echa a la calle, después de pagar, con muy malas formas. Cuando estamos en la acera me dice en voz muy baja: "disculpe usted, pero no me queda más remedio. Ya he perdido dos negocios". Me marcho sin decir nada pero comprendiendo al hombre.
Echo la vista hacia atrás y en el escaparate de la mercería descubro la sonrisa del mercero. Una sonrisa que hace que un escalofrío me recorra la espalda.

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