domingo, 19 de junio de 2011

El misterio de las mercerías. Sexta parte

No puedo buscar a Lilí por todo Madrid. Una corazonada me lleva a que la clave de todo está en la primera mercería. Tengo que vigilarlos sin que ellos me vigilen. Esto es difícil porque ya me tienen visto, por eso ha raptado a mi mujer o mi exmujer o lo que sea en estos momentos. El disfraz de artesano espeso ya no me vale. Está mugriento por la lluvia, por la mierda que tenía de origen y porque lo he metido en una bolsa de basura y ahora se debe de estar pudriendo. De cualquier forma no soporto las rastas ni tanta porquería. Pienso en otro disfraz pero no se me ocurre nada. Mientras miro en la tele cómo se mete el caramelo en los bombones rellenos, mi vista se fija en el violonchelo que descansa en un rincón de la salita. Lo tengo abandonado desde que no me sale el preludio de la suite número uno de Bach. Tendría que practicar más. Entonces se me enciende una luz en el cerebro. Voy a matar varios pájaros de un tiro.
Como últimamente ando mal de fondos, necesito ingresar algo de dinero. Todo se debe a un asunto de retención de empleo y sueldo en mi trabajo por un problema que no viene al caso. La realidad es que últimamente no cobro. Además tengo que practicar la suite de Bach. Por último, es necesario que vigile la mercería. La conclusión es clara. Me voy a disfrazar de músico. Busco la camisa negra y los tirantes blancos. Encuentro el sombrero. Dejo que me crezca la barba. Me miro al espejo pero la barba apenas ha crecido. Decido que la barba puede ir creciendo mientras hago otras cosas.
Cuando estoy preparado para salir a la calle empieza, de nuevo a llover. El plan debe aplazarse. No puedo sacar el chelo a la calle si está lloviendo. Mientras espero a que deje de llover, compruebo que tengo unas monedas sueltas y dejo que la barba siga creciendo.
Por fin se ha despejado el cielo. Paso por un bazar chino y compro una silla plegable que dejo a deber. Me dirijo a la calle de la mercería. Enfrente, junto a la puerta del bar, hay una pared estupenda. Saco el atril, el chelo y la partitura. Me siento en la silla plegable, echo las monedas que traía preparadas en la caja del chelo y empiezo a tocar. Pasa bastante gente pero no me echan ni un céntimo. No hay misericordia en este mundo. De repente, sospecho que no doy pena porque voy muy limpito. Tengo que hacer algo que ablande los corazones. Ya lo sé. Saco la pipa y la enciendo. A partir de este momento, la gente me mira con cara de pena. Rápidamente, para no contagiarse por el humo, dejan caer unas monedas en el estuche. Al poco rato el estuche se llena de monedas y entro al bar a cambiar. Sigo tocando y sigo observando, mientras el estuche se llena de nuevo. En la mercería no entra ni un cliente.
El del bar dice que no me cambia más, que ya no le queda. Total, no pueden ser más de dos mil euros lo que me ha cambiado. Le pido una bolsa de plástico y voy echando en ella las mondas sobrantes. Hay un sol sostenido que no termina de salirme bien. Miro al estuche repleto de monedas. Entre ellas, alguien ha echado una piruleta de fresa. Levanto algo la vista y veo dos rodillas y por encima una falda a cuadros escoceses. Sigo mirando hacia arriba  y las rodillas y la falda se completan con la chiquilla que había descubierto la disposición de las cajas.
- ¿Qué haces aquí? – me pregunta ella.
- Entre otras cosas, me dejo crecer la barba. – Contesto. Y ella se ríe.

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