sábado, 11 de junio de 2011

La conspiración de las mercerías. Primera parte.

Negra. La cremallera era negra. Si hubiera pensando un poco lo habría sabido pero nunca he estado tan desconcertado. Si mi mujer estaba arreglando una falda de color negro, lo natural es que la cremallera tuviese ese color. He notado que cuando me ha dicho que tenía que volver a la mercería ya se le había pasado el enfado. Ya sólo se trata de un asunto de amor propio. Por eso me vuelve a mandar. Pero en sus ojos he notado el brillo de la reconciliación.
Antes de lanzarme dentro de la mercería, miro a través del cristal del escaparate. Dentro no hay nadie. Ni siquiera está el mercero. La campana vuelve a hacer tilín. Por un momento miro hacia arriba para evaluar el mecanismo delatador. Cuando bajo la vista hacia el interior del local, ¡Dios santo!, la del pelo morado está frente al mercero haciéndole abrir el consabido sinfín de cajas. El mercero fugazmente me mira a través de sus modernas gafas. ¿Qué te creías?, parece decir con su efímera mirada. Atiende, sonriente, a la de las gafas sucias.
Intento recobrarme de la súbita aparición de la vieja y del mercero. Controlo la respiración y hago que la sangre vaya bajando de pulsaciones hasta llegar a un ritmo casi normal. Ahora estoy preparado. Aguanto estoicamente el desparrame de prendas sobre el mostrador. La señora bajita, que no da la sensación de percatarse de mi presencia, está mirando una serie de braguitas de una talla que hace siglos que ella no se ha puesto. Serán para su nieta, pienso... o no. Las braguitas aunque acaban de salir de las aplanadas cajas tienen, a mi entender, un aspecto manoseado como si pidieran a gritos una lavadora.
Se me ha ido el santo al cielo, porque, de repente, la vieja ha desaparecido. Enfrente tengo la mirada del mercero que me pregunta qué quiero. Esta vez no me pilla desprevenido. Le hago sacar un surtido de calcetines de hilo; después, varias decenas de bobinas de hilo también y por último, con aspecto decepcionado por no encontrar lo que quiero, pido, como por casualidad, una cremallera de quince centímetros. De mala gana me pregunta por el color. La pido verde cinabrio. Por un momento noto el desconcierto del mercero. No tiene. Con tono de desánimo le digo que me la dé negra. Que ya me apañaré. Pago. Quince euros por una puñetera cremallera negra. Esto va a euro el centímetro, pienso. Me marcho haciendo sonar la campanilla.
Nada más salir a la calle miro por el cristal. La mercería está vacía. Se me ocurre volver a entrar para ver si aparece de repente la del pelo morado, pero me contengo. Entro en el bar de enfrente y, frente a una jarra de cerveza, empiezo a tomar notas. Aparición súbita de la vieja, gafas modernas, mercería vacía, ¿qué hay en la trastienda?... Un negocio que no es negocio ya que, exceptuando los quince euros que me han soplado, aquí no se vende absolutamente nada. Indudablemente, la mercería es la tapadera de algo, pero ¿de qué? Solo puede tratarse de algún tipo de conspiración. Sigo anotando, un sólo local no es suficiente para mi investigación. Tengo que hacer un estudio de campo más amplio. El camarero pone cara de sorna cuando le pido la quinta jarra. Me la bebo y me marcho.
Si hubiera sido más cauto no habría seguido investigando. Pero el destino de los hombres es el que es y todo condujo a que entrara en un mundo oscuro que me llevó a arriesgar la vida en varias ocasiones y sobre todo la cordura. Nunca hubiera podido imaginar lo que se escondía tras el misterio de las mercerías.

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