sábado, 18 de junio de 2011

La conspiración de las mercerías. Quinta parte

He buscado la carta del abogado de las narices. Por fin, la he encontrado arrugada entre las rastas del disfraz de artesano. Viene la dirección que es lo que me interesa. Cuando me planto en su despacho, el tío adopta una actitud irónica y despectiva hacia mí. Empieza a explicarme, como si fuera tonto, en que consiste un divorcio. Le corto en seco.
- Te puedes acostar con todos tus libros de leyes si te da la gana. Lo único que me interesa es saber dónde está mi mujer – He puesto voz de detective para intimidarlo.
En un primer momento se queda sorprendido. Está claro que el tío no tiene ni idea de dónde ha ido a parar mi próxima ex-esposa. Luego vuelve a su perorata de leyes y procesos. También incluye una serie de amenazas intentando que yo me amilane. Cuando parece que va a entrar en éxtasis mezclando artículos legales con frases insultantes, decido noquearlo. Sin aviso previo por mi parte saco la pipa y la enciendo. Se queda pálido, desarmado, desvalido. Una cursi tosecita le impide decir nada. Me marcho dejando atrás, entre una nube de magnífico humo de Virginia,  los gritos de ¡seguridad, policía, anatema…! Bajo las escaleras observado por los vecinos que se han asomado a las puerta y por el portero que no duda en dirigirse al teléfono.
No sé qué hacer ni dónde empezar a buscar. Estoy seguro de que todo está relacionado con las mercerías. Algo me dice que los conspiradores han raptado a Lilí, mi mujer. Tengo que liberarla. Pero todavía no he recibido una carta ni una llamada de teléfono. Quizá deba recurrir a la policía. El problema puede ser que los merceros tengan infiltrados agentes dentro de las fuerzas del orden. Decido esperar. No creo que me tomen en serio por la desaparición de una persona adulta y, máxime, cuando hay un proceso de divorcio por medio.
Saco el móvil para ver si hay algún mensaje. El móvil está sin pilas. Vete a saber desde cuándo. Vuelvo a casa con intención de recargar el teléfono. En el portal me fijo en que el buzón está lleno. Las cartas y la propaganda se salen por arriba como si el buzón quisiera vomitar. Saco todos los papeles y tras recogerlos las dos veces que se me han caído al suelo subo al primer piso por la escalera. Abro la puerta y reviso todo el correo. A medida que miro los recibos, los avisos de multa, la propaganda electoral, voy tirando al suelo todo lo que no me interesa. Por último, sólo me queda una carta del tío Aurelio. La abro por puro cariño. Pero aparte de, como siempre, pedir dinero, no dice nada nuevo. Echo la carta al suelo por no separarla de las demás y me fijo en un catálogo de Carrefour que antes había descartado. En una esquina, escrita a mano, hay una nota que me llama poderosamente la atención: Dejanos en paz.
Me indigno. Me quedo sobrecogido. No lo puedo soportar. Han escrito “déjanos” sin tilde.  Los merceros, o quien séan, no se molestan en poner tildes. ¿En qué mundo oscuro me he metido? Además, y ahora no hay duda, han raptado a Lilí.
Cargo el teléfono mientras veo varios reportajes interesantísimos en el canal Historia. Luego me paso al Discóvery y mientras contemplo cómo se fabrican los tenedores me acuerdo del teléfono. Lo cojo y miro los mensajes. Tengo veinte sin abrir. Todos son tonterías excepto el último que es de Lilí. Sólo pone “Scrro”. Anda que también, ya podía escribir como Dios manda. No hay manera.

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