lunes, 28 de marzo de 2011

Aprender un idioma

Mira que estamos a vueltas con lo de los colegios bilingües. Ya he explicado que me molesta la diéresis y ademas al oír el vocablo "bilingüe" no puedo evitar que se me venga a la cabeza la expresión "lengua viperina". Así, que me imagino estos colegios con alumnos y maestros que de repente sacan una lengua de dos puntas.
Lo de los idiomas está bien. Para qué lo vamos a negar. Puede que sea verdad lo de que cuando se aprende el idioma de un país se empieza a comprender a sus habitantes. También es posible que no nos viniera mal aprender un poco de español para comprendernos a nosotros mismos. Yo estoy a favor de que además de nuestra propia lengua, en los colegios se estudie un idioma común a otros países, un idioma que nos sirva para viajar a cualquier universidad y asistir a sus cursos sin que tengamos que pelearnos con la lengua del lugar; es decir, en todos los colegios e institutos se debería enseñar profundamente el... latín (no me he equivocado y no quería decir inglés).
Pero hoy no voy a hablar del latín, que todo llegará. Hoy toca hablar de la necesidad de aprender un idioma nuevo cuando se llega a una edad en la que las neuronas (las pocas que uno tenga) empiezan a remolonear y siempre quieren seguir los mismos caminos de pensamiento. Como uno tiene bastantes reparos en que le empiece a dar la lata ese señor alemán... Alzei..., no me acuerdo de cómo se llama, hace lo posible por poner en marcha al cerebro. Ya van dos años que decidí aprender un nuevo idioma que, por cierto, es absolutamente internacional. Como el inglés lo veía complicado, me puse a estudiar solfeo que es la gramática de la música. Y junto con el solfeo empecé a torturar las cuerdas de un violonchelo. Me paso horas destrozando a Bach y a Vivaldi, lo siento por ellos, pero mis neuronas se están poniendo otra vez en marcha. Lo único que lamento es no haber empezado unos años antes a hacer esto. Además de disfrutar más tiempo, ahora tendría algún rato para aprender eso del inglés o del chino. Pero estamos en lo que estamos y ahora toca el violonchelo. Quizá mañana, cuando el alemán haga que me olvide de si he comido o no, pueda seguir leyendo partituras y tocando, aunque sea mal, una sonata.
Y... la verdad es que no me acuerdo de qué estaba escribiendo.

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