No
sé si os he contado que la casa donde nací estaba en el Madrid de los Austrias.
Se trata de un caserón de de mil setecientos y pico que fue una de las sedes de
la Inquisición y que conserva, o al menos conservaba cuando yo vivía allí, unos
cuantos fantasmas. Pero no os preocupéis que no voy a hablar de fantasmas. Eso
lo dejo para otro día o para otra noche.
Mi
casa no era grande. Era muy pequeña. Un comedor de reducidas dimensiones en el
que, no sé cómo, nos reuníamos toda la familia por Navidad, el dormitorio de
mis padres que tenía dos puertas, se entraba por una o por otra dependiendo de
en qué lado de la cama se quisiera un acostar porque ésta llegaba hasta la
pared. Después un pasillito que tenía un ensanche y era donde se encontraba la
cama donde dormíamos mi hermano y yo. Realmente, la cama no cabía en aquel
hueco así que mi padre había horadado en el muro de piedra berroqueña, a base
de maza y cincel, una especie de hornacina en la que entraban los pies de la
cama. El pasillo moría en la cocina que tenía una puertecita que daba a un
retrete con un lavabo. Aquello era un lujo que el resto de los vecinos de la
misma planta no disfrutaban. Todos hacían uso de un retrete comunal que estaba
en el patio de la casa. Esa era toda la casa. Sólo falta decir que la altura
del techo sería de unos ciento sesenta y cinco centímetros (No me he equivocado:
1,65 metros) y a mitad de pasillo una viga bajaba unos veinte centímetros. Las
visitas se daban unos cabezazos terribles.
La
única abertura a la calle era un balconcito. En él pasé horas mirando las tejas
de la casa de enfrente, la chimenea que lanzaba sus primeros humos con las astillas
que la señora Juliana había cortado con su pequeña hacha. El humo, blanco sobre
azul, subía queriendo convertirse en nube. Y mis ojos lo seguían cabalgando
sobre caballos blancos, corderos, dragones... siempre, por detrás de los seres
quiméricos que el humo creaba, estaba el azul del cielo. Era un azul intenso y
profundo que iba más allá de todos los azules. Un azul que sólo mis ojos de
niño podían percibir. No he vuelto a ver un azul como aquel. Puede que exista
pero mis ojos han cambiado. En aquel azul estaban todas las preguntas y todas
las respuestas que podía formular la mente de un niño. Ahora me queda el
recuerdo pero he perdido aquel azul.
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